“Ser cada uno otro Cristo”
Te ha costado mucho ir apartando y olvidando las
preocupacioncillas tuyas, tus ilusiones personales: pobres y pocas, pero
arraigadas. –A cambio, ahora estás bien seguro de que tu ilusión y tu
ocupación son tus hermanos, y sólo ellos, porque en el prójimo has
aprendido a descubrir a Jesucristo. (Surco, 765)
Si no queremos malgastar el tiempo inútilmente –tampoco con
las falsas excusas de las dificultades exteriores del ambiente, que
nunca han faltado desde los inicios del cristianismo–, hemos de tener
muy presente que Jesucristo ha vinculado, de manera ordinaria, a la vida
interior la eficacia de nuestra acción para arrastrar a los que nos
rodean. Cristo ha puesto como condición, para el influjo de la actividad
apostólica, la santidad; me corrijo, el esfuerzo de nuestra fidelidad,
porque santos en la tierra no lo seremos nunca. Parece increíble, pero
Dios y los hombres necesitan, de nuestra parte, una fidelidad sin
paliativos, sin eufemismos, que llegue hasta sus últimas consecuencias,
sin medianías ni componendas, en plenitud de vocación cristiana asumida y
practicada con esmero.
Quizá alguno de vosotros piense que me estoy refiriendo exclusivamente a un sector de personas selectas. No os engañéis tan fácilmente, movidos por la cobardía o por la comodidad. Sentid, en cambio, la urgencia divina de ser cada uno otro Cristo, ipse Christus, el mismo Cristo; en pocas palabras, la urgencia de que nuestra conducta discurra coherente con las normas de la fe, pues no es la nuestra –ésa que hemos de pretender– una santidad de segunda categoría, que no existe. (Amigos de Dios, 6)
Quizá alguno de vosotros piense que me estoy refiriendo exclusivamente a un sector de personas selectas. No os engañéis tan fácilmente, movidos por la cobardía o por la comodidad. Sentid, en cambio, la urgencia divina de ser cada uno otro Cristo, ipse Christus, el mismo Cristo; en pocas palabras, la urgencia de que nuestra conducta discurra coherente con las normas de la fe, pues no es la nuestra –ésa que hemos de pretender– una santidad de segunda categoría, que no existe. (Amigos de Dios, 6)