“Estando Él con nosotros nada hay que temer”
La llamada del Señor –la vocación– se presenta siempre así:
“si alguno quiere venir detrás de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y
sígame”. Sí: la vocación exige renuncia, sacrificio. Pero ¡qué gustoso
resulta el sacrificio –“gaudium cum pace”, alegría y paz–, si la
renuncia es completa! (Surco, 8)
Si consientes en que Dios señoree sobre tu nave, que El sea el
amo, ¡qué seguridad!..., también cuando parece que se ausenta, que se
queda adormecido, que se despreocupa, y se levanta la tormenta en medio
de las tinieblas más oscuras. Relata San Marcos que en esas
circunstancias se encontraban los Apóstoles; y Jesús, al verles remar
con gran fatiga -por cuanto el viento les era contrario-, a eso de la
cuarta hora nocturna, vino hacia ellos caminando sobre el mar... Cobrad
ánimo, soy yo, no tenéis nada que temer. Y se metió con ellos en la
barca, y cesó el viento.
Hijos míos, ¡ocurren tantas cosas en la tierra...! Os podría contar de penas, de sufrimientos, de malos tratos, de martirios -no le quito ni una letra-, del heroísmo de muchas almas. Ante nuestros ojos, en nuestra inteligencia brota a veces la impresión de que Jesús duerme, de que no nos oye; pero San Lucas narra cómo se comporta el Señor con los suyos: mientras ellos -los discípulos- iban navegando, se durmió Jesús, al tiempo que un viento recio alborotó las olas, de manera que, llenándose de agua la barca, corrían riesgo. Con esto, se acercaron a El, y le despertaron, gritando: ¡Maestro, que perecemos! Puesto Jesús en pie, mandó al viento y a la tormenta que se calmasen, e inmediatamente cesaron, y siguió una gran bonanza. Entonces les preguntó: ¿dónde está vuestra fe?
Si nos damos, El se nos da. Hay que confiar plenamente en el Maestro, hay que abandonarse en sus manos sin cicaterías; manifestarle, con nuestras obras, que la barca es suya; que queremos que disponga a su antojo de todo lo que nos pertenece. (Amigos de Dios, 22)
Hijos míos, ¡ocurren tantas cosas en la tierra...! Os podría contar de penas, de sufrimientos, de malos tratos, de martirios -no le quito ni una letra-, del heroísmo de muchas almas. Ante nuestros ojos, en nuestra inteligencia brota a veces la impresión de que Jesús duerme, de que no nos oye; pero San Lucas narra cómo se comporta el Señor con los suyos: mientras ellos -los discípulos- iban navegando, se durmió Jesús, al tiempo que un viento recio alborotó las olas, de manera que, llenándose de agua la barca, corrían riesgo. Con esto, se acercaron a El, y le despertaron, gritando: ¡Maestro, que perecemos! Puesto Jesús en pie, mandó al viento y a la tormenta que se calmasen, e inmediatamente cesaron, y siguió una gran bonanza. Entonces les preguntó: ¿dónde está vuestra fe?
Si nos damos, El se nos da. Hay que confiar plenamente en el Maestro, hay que abandonarse en sus manos sin cicaterías; manifestarle, con nuestras obras, que la barca es suya; que queremos que disponga a su antojo de todo lo que nos pertenece. (Amigos de Dios, 22)