“Él nos escucha y nos responde”
“Et in meditatione mea exardescit ignis” –Y, en mi
meditación, se enciende el fuego. –A eso vas a la oración: a hacerte una
hoguera, lumbre viva, que dé calor y luz. Por eso cuando no sepas ir
adelante, cuando sientas que te apagas, si no puedes echar en el fuego
troncos olorosos, echa las ramas y la hojarasca de pequeñas oraciones
vocales, de jaculatorias, que sigan alimentando la hoguera. –Y habrás
aprovechado el tiempo. (Camino, 92)
Cuando se quiere de verdad desahogar el corazón, si somos francos y sencillos, buscaremos el consejo de las personas que nos aman, que nos entienden: se charla con el padre, con la madre, con la mujer, con el marido, con el hermano, con el amigo. Esto es ya diálogo, aunque con frecuencia no se desee tanto oír como explayarse, contar lo que nos ocurre. Empecemos a conducirnos así con Dios, seguros de que El nos escucha y nos responde; y le atenderemos y abriremos nuestra conciencia a una conversación humilde, para referirle confiadamente todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro corazón: alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada. Porque habremos comprobado que todo lo nuestro interesa a nuestro Padre Celestial.
Así, casi sin enterarnos, avanzaremos con pisadas divinas, recias y vigorosas, en las que se saborea el íntimo convencimiento de que junto al Señor también son gustosos el dolor, la abnegación, los sufrimientos. ¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca de su Padre! Por eso, suceda lo que suceda, estoy firme, seguro contigo, Señor y Padre mío, que eres la roca y la fortaleza. (Amigos de Dios, nn. 245-246)